Por Victoria Velutini
El arte es parte de abediciones y todo indica que lo seguirá siendo en el futuro. Durante los últimos meses, la editorial ha sido parte de proyectos de índole artística, ya sea editando ejemplares que pertenecen al género del ensayo, la entrevista o los catálogos fotográficos. Los libros que invitan al discernimiento y el pensamiento crítico son imprescindibles en el amplio catálogo de la misma. Así es, pues, que llegamos a este texto que, aunque no pertenezca a lo literario, consideramos promueve y se encuentra en sintonía con el mensaje que se intenta difundir, pues no se puede hablar de arte sin mencionar a los museos, galerías y diversos espacios de exhibición. Específicamente, hemos querido centrarnos en la experiencia que otorgan los museos, reivindicar su lugar en la vida cotidiana.
Hablar sobre un museo es complicado. Es una edificación, claro está, que puede albergar —verbo este que vale la pena recordar— tanto obras de arte como restos importantes de civilizaciones antiguas, muestras de diseño, arquitectura, indumentaria, inventiva, entre muchas otras. Por ahora, regresemos a ese verbo inicial, albergar, pues es esta la idea primaria del museo per se, la función para la cual fue concebido o en la que muchas veces se ha transformado, por cosas del azar o por personajes que han amado la historia, tanto como la historia los ha amado a ellos.
El museo es así como la memoria y su contenido no puede ser sino la cultura, es decir, la producción humana, desde que se concientiza como tal. Lo planteado nos lleva a afirmar que el individuo tiene la necesidad de recorrerse y qué mejor manera de conocerse a sí mismo que devolver la mirada a los pasos de sus antepasados. Esta podría llegar a ser la razón por la que diversos museos se han instalado en todas partes del mundo con el paso del tiempo: no podemos desligarnos de lo que nos precede, su presencia nos es necesaria para continuar, no solo para sentirnos más seguros, sino para poder evolucionar como especie. Son un recordatorio de lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. En fin, aprendizaje desde donde se vea.
Sin embargo, como hemos hecho énfasis en que ir al museo es mucho más que visitar un edificio, hablemos de la experiencia museística, que tanto nos interesa. Desde el momento en que se decide acudir a un museo, el público, si se encuentra bien informado, se compromete con los valores y la consigna de la institución. Esto significa que está dispuesto a seguir las reglas que el mismo designe y que, además, siente respeto tanto por las instalaciones como por las exhibiciones. Es cierto que muchos van a museos porque son una parada imprescindible en la agenda de las guías turísticas y no se toman demasiado tiempo en determinar en dónde están a punto de entrar; este recorrido tiene completa validez y es el caso de la mayoría, pero incluso en este escenario, debe existir un motivo por el cual la gente se induce en esa experiencia que muchos consideran sin sentido porque la verdad es que el tiempo es cada vez más preciado y ya muy pocos están dispuestos a perderse entre la multitud, cumplir con determinadas expectativas sociales solo porque sí. La honestidad, aunque cruda, determina a nuestra sociedad.
Al entrar, el ambiente habla de solemnidad y, en consecuencia, las voces se mitigan, convirtiéndose en susurros o en total silencio. La contemplación necesita de esta burbuja, de lo contrario la esencia de lo que se presenta se pierde entre el bullicio y se transformaría en algo comercial, es decir, no tendría más presencia que la muestra de una tienda mobiliaria. Lo que se crea en esa tácita comprensión entre aquellos que transitan por las salas se asemeja a cuando se detiene el tiempo y, entonces, es posible que el ajetreo de la ciudad quede atrás, para así suspenderse en el momento. Pero el sonido no se detiene por completo en un museo, no es ese el objetivo, solo deshacerse del ruido, que es diferente. El encanto no es solo convivir con lo expuesto, sino convivir con las personas que se reúnen a observarlo, por lo que hay también cierto sentido de comunidad (transitoria mas profunda), en la experiencia museística. Los guías lideran a sus grupos en distintas lenguas; parejas se toman de las manos y comentan sus piezas favoritas; niños siguen el paso de sus padres que, tratando de instruirlos, explican a detalle lo que están viendo; artistas se detienen y replican posturas en sus libretas. Todo hace una mezcla armónica que nutre al museo de vitalidad.
Y es que caminar por el museo, esté o no establecido el recorrido, como lo está en algunas colecciones, es tan estimulante como lúdico. La curaduría juega una gran parte en este sentir, en que exista coherencia y estética entre los elementos. Incluso para las personas que no están directamente relacionadas con el mundo museístico, es notable la diferencia de sus reacciones cuando se encuentran frente a una exposición que tiene a un buen curador, a cuando entran a una sala y lo que se respira de ella es disonancia. Los grandes museos del mundo deben mucho de su prestigio al personal que se dedica al cuidado, restauración y «la creación de una narrativa» que sea capaz de sugerir una atmósfera y movilizar al público con hilos invisibles.
El periodo de observación varía en lo que dicha obra suscite en el espectador —en el momento o con anterioridad, ya que muchos van a los museos con una visión premeditada— y es así como, en nuestra opinión, debe serlo. La atención, así como los lectores con la literatura, en general, debe aprender a ser selectiva. Es decir, no es necesario que el público se detenga en cada una de las obras de una colección, o de las piezas de una exhibición, pero sí que aprenda a determinar lo que le gusta en verdad y, cuando lo encuentre, situar su mirada en ello sin distracciones, dejándose llevar por las sensaciones y sin miedo a ninguna interpretación. Eso sí, debe estar abierto a verlo todo y no ponerle límites a su entendimiento ni a la evolución de su «gusto», pues en el ir y venir el ojo de alguna manera se expande, y encuentra belleza (entendiendo esto como lo que provoca emoción, en palabras de Baudelaire) en lo que antes ignoraba.
Salir del museo implica renovar la perspectiva que se tiene sobre las cosas. Paradójicamente, limpia la mente tanto como la llena. Lo que tenemos antes de entrar se filtra en el proceso. Los museos nos transforman. El camino que se recorre previamente no es el mismo al que se regresa y es por eso que acudimos a ellos: para conocer y conocernos. Así que no evadan la experiencia museística, sumérjanse en ella, disfruten de la grandeza que representa y regresen siempre que puedan.