Texto de María Di Muro Pellegrino[1]
Aunque de la lectura y de la escritura se hayan dicho y se seguirán diciendo muchas cosas, hoy quisiera acercarme al llamativo modo desde el que el profesor Rafael Tomás Caldera nos muestra su lugar universal y particular entre nosotros. Voy a pensar en ellas desde la delicadeza con la que el profesor nos revela un espacio particular que se abre en la acción y reflexión sobre estos gestos de la verbalidad. Para ello, entonces, quisiera iniciar evocando ciertos versos que se suelen atribuir a Safo y que rezan en su traducción como sigue:
Sé que en el futuro alguien se acordará de nosotras[2].
Estas palabras implican un ademán de cortesía, que nos presenta una promesa y, a su vez, una certeza, como si pudiéramos verla y nos dirigiera estas líneas bajo la luz de su amable sonrisa, fruto de las gracias de Afrodita. ¿Cómo somos y seremos capaces de acordarnos de quienes ya no están? ¿De qué manera puede alguien de hace más de veinticinco siglos hacer vida en mi corazón? Sostengo las preguntas con todo lo que supone el a-cordarse, con todo el peso de sus orígenes latinos y, por supuesto, al verbo griego μιμνήσκω, que podemos traducir como “recordar”.
Aun así, a diferencia del “a-cordarse”, μιμνήσκω se relaciona terminológica y semánticamente con la palabra mimesis, que, sobre todo desde una visión platónica, es sinónimo de una imitación o una copia, de la que no hay más que el acto de tomar algo y reproducirlo. Sin embargo, ¿es esta la forma en la que Safo nos está queriendo decir que alguien se acordará de ella y de sus compañeras del thíasos? ¿Acaso cuando estamos frente a un recuerdo de un acontecimiento, de una persona o de unas palabras simplemente las copiamos y vienen a nosotros tal y como se dieron en su experiencia “original”?, si es que pudiera darse cuenta de esta supuesta “originalidad”. Por el contrario, aquí la mímesis tiene otra connotación, más antigua y, de hecho, sagrada. En efecto, Bozal nos dice que “«Mimeisthai» no es tanto imitar como representar, encarnar a un ser alejado de uno”[3]; por ello, el modo en el que se toma el término hunde sus raíces en ancestrales rituales en los que los participantes encarnaban la experiencia mítica, no como mero relato, sino como testimonio vital de la presencia divina, como sugiere Rodríguez Adrados[4]. Así pues, entrar en la dimensión del recuerdo implica encarnar en algo —o que algo encarne en nosotros—, dejar que aquello que se acerca a nuestro corazón se haga manifiesto como novedad en cada momento en el que se le invoca. Como si, en medio del ritual, la experiencia fuera siempre nueva y siempre conocida. Estas palabras de Safo vaticinan, pues, ese poder mimético del recuerdo que surge con la lectura y la escritura, en tanto que posibilidades de la inmortalidad.
De tal forma, leer y escribir resultan dos experiencias inseparables que implican un acto de reunión tanto con uno mismo como con una multitud de voces que nos rodean y abrazan en el silencio, que trascienden fronteras, épocas, edades, idiomas, como apunta Cesare Pavese[5]. Así pues, el libro De la lectura y del arte de escribir, del profesor Caldera[6], nos invita a un recorrido de, en apariencia, dos caminos que, en realidad, son uno solo, que es el de nuestro encuentro constante con el lenguaje, nuestra téchne más antigua y más valiosa, como lo enuncia Rafael Cadenas, a quien cito:
La lengua […] está más cerca de nuestro ser que cualquier otro instrumento. La tenemos a flor de labios, de piel y de alma, por lo que me parece un medio más natural de formación […] Todos hablamos, en todos puede surgir una nueva relación con el lenguaje. Esa que comienza cuando entrevemos su dimensión, cuando cobramos conciencia de lo que significa este instrumento. Instrumento, en realidad, es una palabra que le resulta estrecha al lenguaje. Es mucho más que eso, es todo un mundo, el elemento propiamente humano donde nos movemos[7].
En efecto, la lengua es mucho más que un instrumento y, de hecho, es la téchne más cercana a nuestro ser, la que nos permite situarnos ante nosotros mismos y ante los demás. Ahora bien, como toda téchne, la lengua resulta algo con lo que puede trabajarse, experimentar y, por supuesto, crear. La téchne, para decirlo con Heidegger, tiene, ante todo, una condición poiética desde la que nos encontramos ante un des-ocultamiento del ser, ante el estado de un pro-ducir: “El pro-ducir acontece solamente cuando llega lo velado a lo desvelado. Este llegar se mueve y descansa en lo que nosotros llamamos desocultar. Para designarlo los griegos tenían la palabra alétheia (…)”[8], y es este desocultamiento, esta poiesis, el paso del no ser al ser, como antiguamente nos reveló Diotima por boca de Sócrates. En tal sentido, este acto poiético de la lengua, tan cercano a nosotros, supone un constante proceso de creatividad en el que nunca podríamos decir que se cierra, sino que siempre se sitúa en un estado de transformación, buscando nuevos modos de hacerse presente, de girar sobre sí mismo para dar forma a las cosas.
En estos tiempos donde se habla mucho sobre la técnica, sobre lo digital, preguntarnos acerca de la lectura y la escritura resulta una reflexión vital, en tanto que, por supuesto, también suponen un preguntarse por la técnica de la palabra, nuestra téchne primordial, por su recepción y producción. El lenguaje, como apunta Clark, es, de hecho, una de nuestras tecnologías más sofisticadas, que nace del habla, de los gestos, de las relaciones que se establecen a partir de unos códigos comunes[9]. En tal sentido, el aedo, el actor que lleva sobre sí la prosopon dramática, los púgiles o los aurigas en competición, los soldados en el campo de batalla, los sacerdotes invocando a los dioses frente a los altares sacrificiales, los políticos en sus discusiones en el ágora, pero también las madres y doncellas en el gineceo fueron tejiendo y tejiéndose a través de un entramado de relaciones que han ido y continúan ajustándose según las precisiones de las manos de quien maneja su propio ovillo, que no se pertenece nada más a él o a ella, sino a todos los que echan mano del telar.
Todo ello se ha amplificado a través de importantes dispositivos, volviendo al tono de la dispossitio como la sugiere Foucault[10], que le permiten moverse por el mundo a partir de distintos formatos. La lectura y la escritura son, pues, modos de la téchne del lenguaje y son, a su vez, téchnai que multiplican, que dan diversas posibilidades de existencia a la palabra, pero que de ninguna manera se miran como diferentes entre sí, sino que, por el contrario, van juntas. Ellas, de hecho, quebrantan las líneas de tiempo y reviven en cada individuo el paso de la historia, la condición común de la humanidad y de sus propios procesos. Para explicar un poco lo que quiero expresar con esto, vienen en mi auxilio las palabras de Irene Vallejo, quien nos presenta una idea de demoledora belleza, dirigida a un tú compartido que siempre tenemos como lectores y que también emerge cuando escribimos: “En ti se ha cumplido a pequeña escala el mismo tránsito que hizo la humanidad desde la oralidad a la escritura”[11]. Para mostrarnos este poderoso planteamiento, Vallejo se vale de una imagen común, un a-cordarnos en el más sincero sentido de lo que nos vuelve al corazón y que no puedo dejar de evocar porque nos regresa a nuestras primeras experiencias con las palabras:
Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases atrás para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional —después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios—.
Su voz. Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. […]
[…] Sin la voz de mi madre, la magia no se hacía realidad. Leer era un hechizo, sí; conseguir que hablasen esos extraños insectos negros de los libros, que entonces me parecían enormes hormigueros de papel[12].
Vallejo nos permite volver sobre lo enunciado por Cadenas acerca de que el lenguaje es nuestra téchne más cercana y, de hecho, una de las primeras con las que nos familiarizamos, al punto de que hablar y escuchar, como primer momento, resultan para nosotros como la mano de nuestra madre que nos acerca a las cosas, que nos señala los objetos, animales y personas, que nos enseña a percibirlos y les da forma y sentido al asociarlos con palabras. En ese tránsito en el que encarnamos a la humanidad nos vamos constituyendo en el mundo a través de las maternidades y paternidades de la palabra, que se hacen indiscernibles de nuestra experiencia con la vida, que nos transforman constantemente en un cúmulo de fluir verbal que nos atraviesa.
Ahora bien, el libro del profesor Caldera nos lleva a un momento muy particular de la experiencia con el lenguaje, donde, precisamente, tienen lugar estas dos téchnai. En tal forma, nos remite al instante imperceptible del leer y del escribir, momentos donde la palabra alude tanto a su interioridad como a su exterioridad, a lo que Barthes nombró como el “escribir la lectura”[13], punto en el que se cristaliza el ineludible encuentro en el que acontecen las múltiples invocaciones a libros, comentarios, referencias, y se va tejiendo una virtualidad dentro de la virtualidad. Justamente en ese espíritu de metavirtualidades es que comprendemos cómo el libro nos conduce a situarnos, de alguna manera, en el espacio tenso entre lo invisible y lo visible, del que nos habla Blanchot:
Leemos, en apariencia, porque el escrito está allí, ordenándose bajo nuestra mirada. Sólo en apariencia. Pero quien escribió por primera vez, grabando bajo los antiguos cielos la piedra y la madera, lejos de responder a la exigencia de una visión que reclamase un punto de referencia y le diese un sentido, cambió todas las relaciones entre ver y visible. Lo que dejaba detrás no era algo más agregándose a las cosas; tampoco era algo menos —una substracción de materia, un hueco en relación a un relieve—. ¿Qué era entonces? Un vacío de universo: nada visible, nada invisible[14].
Quienes leen y quienes escriben están sujetos a este ámbito originario entre el sin-sentido, entendido como aquello informe, que no teníamos modo de dejar en herencia a los demás, y el sentido, simulacro constante. La escritura, bajo el rostro de aquellos extraños insectos negros de los que nos hablaba Vallejo, cambió todas las formas entre el ver y lo visible, nos abrió a posibilidades de permanencia de la palabra, de darle un cuerpo más allá de la perenne voz y del libro autorizado, como aludía Víctor Bravo[15]. Nos condujo a una nueva dimensión entre una nada visible y una nada invisible, que hace inevitable que nos preguntemos qué hay detrás de lo que leemos y escribimos.
Blanchot, pues, da cuenta de esta tercera dimensión que se instaura entre la lectura y la escritura como el estado de la ausencia y, de hecho, afirma su fuerza con la presencia fantasmagórica del llamado “Libro ausente”, que no se debe identificar con un libro en concreto, sino que “el libro es el trabajo del lenguaje sobre sí mismo: como si fuese necesario el libro para que el lenguaje adquiera conciencia del lenguaje, se capte y acabe mediante su inacabamiento”[16]. Por supuesto, el libro no es la forma del conjunto de páginas, sino los discursos integrados en una línea de sentido o bien el conjunto de ideas que dan lugar a un propósito, como sugiere Emilio Lledó: “El libro es, sobre todo, un recipiente donde reposa el tiempo. Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia del vivir hacia la nada del olvido”[17]. Tratar de vencer al olvido, paradójicamente, nos lleva a olvidar, a dejar de permitir que las palabras, que para Homero y sus hijos eran aladas, se queden fijas y no puedan defenderse, como ya Platón lo proponía en el Fedro[18].
Sin embargo, este vencer el olvido a través del olvido, como nos lo presenta el profesor Caldera, ubica a la lectura y la escritura en un umbral, en una suerte de portal que solo puede verse en la tensión entre lo visible y lo invisible, en ese espacio que inaugura la dimensión en la que se reúnen las palabras y las cosas en una comunión física que en la oralidad no acontece. Este libro ausente, cito al profesor Caldera, “está virtualmente presente: a disposición nuestra en la memoria, pero no bajo consideración actual”[19]. Con ello, vale la pena que nos preguntemos si es posible pensar en un texto más allá de la memoria y, a la vez, de lo que está por venir. ¿Acaso un texto es en tiempo presente?
Así pues, lo que leemos, en correspondencia con el propio acto de escribir, siempre será un acto de virtualidad, en tanto que posibilidad, puesto que lo que leemos y, a la vez, lo que queremos decir cuando escribimos nunca se evocan de la misma manera, nunca afloran en nuestros pensamientos con las mismas intensidades, vocablos o énfasis, aunque podamos estar recordando una misma lectura o una idea a la hora de dejarla en el papel. Este es el mismo modo del recuerdo que reclamaba Safo para ella y sus queridas, el mismo tono del verbo μιμνήσκω, en el que no solo nos acordamos de algo, sino que ese acto de recordarlo se da como un ritual, como una obra teatral que nunca, al ser presentada en el escenario, es la misma y que, sin embargo, se hace presente, está viva como una perpetua virtualidad.
Leer y escribir, cada una desde sus procesos, implican una disposición para entender. De hecho, el profesor Caldera precisa el acto de “entender” como un punto culminante de la lectura, teniendo en cuenta tres estadios fundamentales: el análisis, síntesis y crítica, que no se han de pensar por separado, sino como los distintos cortes de un mismo cuerpo. Estos tres momentos, que son uno, resultan en la anatomía, si se me permite el nombre, del proceso de comprensión, para decirlo con Gadamer, donde el texto y yo entramos en un acto de interpretación mutua desde el momento en el que inicia el camino de la lectura, donde los horizontes constantemente se van expandiendo y entrecruzando[20]. ¿Dónde situar al texto y dónde situarme yo, como lectora, en el momento de leer? ¿Acaso puedo pensar en un texto delimitado, ausente de toda relación, en un texto por sí mismo? ¿Qué es lo que se busca comprender?
Para dar con esta peculiar percepción, quisiera dejar que hablen dos casos notables de la literatura: el de Cesare Pavese y el de Julio Cortázar. En primer lugar, Pavese nos ofrece una revelación a través de una carta dirigida a Fernanda Pivano durante el proceso de escritura de Diálogos con Leucó:
Querida Fernanda(10) […] Sucede que ardo de amor por las Geórgicas.(11) Y he aquí por qué. Reencontrarme delante y en el centro de mis colinas, siempre me estremece en lo más hondo. Ud. debe tener en cuenta que las imágenes primitivas, es decir, el árbol, la casa, el sendero, la noche, el pan, la fruta, etc., se me han revelado en estos lugares; mejor dicho en este lugar, en un determinado cruce del camino donde hay una gran casa, con una cancel roja que chirría, con una terraza sobre la que caía el fertilizante que le daban a la parra y yo me ensuciaba las rodillas; y volver a ver estos árboles, casa, vid, senderos, etc., me da una sensación de potencia fantástica extraordinaria, como si me naciera adentro, en este mismo instante, la imagen absoluta de estas cosas, como si yo fuera un niño, pero un niño que lleva en ese descubrimiento una riqueza de ecos, de estados, de palabras, de retornos; en fin, de fantasías verdaderamente desmedidas. No he vivido otros veinte años más por nada[…]
Ahora, este estado de virginidad auroral que estoy gozando, tiene el efecto de hacerme sufrir, porque sé que mi oficio es transformarlo todo en “poesía”, lo cual no es fácil. Más bien, mi primera idea ha sido que cuanto he escrito hasta ahora eran cosas tontas, trazadas según esquemas distintos, que no poseen ningún sabor del árbol, de la casa, de la vid, del sendero, etc., como yo los conozco[…] Comprendo que son otras las palabras, otros los ecos, otras las fantasías que hacen falta. Un mito hace falta. Hacen falta mitos universales, fantásticos, para expresar a fondo y de manera inolvidable esta experiencia que es mi lugar en el mundo[21].
¿Qué es lo que busca Pavese? ¿Qué hay detrás de aquel árbol, la casa, la vid y el sendero? ¿Son ellos mismos los que maravillan al escritor? Sin duda, cada uno de estos lugares y seres no son como cualquier otro, sino que trasladan esta emoción de Pavese, y en consecuencia nuestra, a dos sitios: los campos de su Pavia natal y las tierras inmortales que Virgilio ha hecho florecer en las Geórgicas. Este tercer espacio que se abre viene “como si me naciera adentro, en este mismo instante, la imagen absoluta de estas cosas” y, al mismo tiempo, “comprendo que son otras las palabras, otros los ecos, otras las fantasías que hacen falta. Un mito hace falta”. No es cualquiera el verbo que nos traslada a este tercer ámbito, sino uno que se engendra, que nace desde adentro y que solo puede venir de quien lo contempla y, a su vez, lo hace nacer. Aunque ya existan las colinas piamontesas y también conozcamos de sobra la obra virgiliana, hay algo que solo es capaz de autoengendrarse constantemente, de nacer solo hacia adentro y permanecer allí: aquello que nos viene a la memoria, que se manifiesta como pura virtualidad en la que las tierras ausonias y el campo de la infancia de Pavese son uno solo en el instante de la contemplación y del recuerdo. Aquí, en sincronicidad, se lee y se escribe en modos imaginarios.
A su vez, Julio Cortázar nos remite a un acto de lectura y escritura similar cuando da cuenta acerca del proceso de escritura de Rayuela en sus famosas clases de literatura para para la Universidad de Berkeley, en 1980. Escuchemos a Cortázar:
Salí de la Argentina para irme a vivir a París a comienzos de la década del 50, pasé 3 o 4 o 5 años profundamente sumergido en una experiencia que en aquella época hubieran calificado de «existencial» porque el existencialismo era la posición filosófica que estaba de moda a través de Sartre y en alguna medida de Camus; sumido en una experiencia muy personal que consistía en dejarme llevar por todo lo que la ciudad me ofrecía o me negaba, tratando de alcanzar lo que me daba y de conocer a fondo lo que me ofrecía en el plano de las relaciones humanas, de los conocimientos, de la música, de todo lo que la Argentina no me había dado en esas dimensiones (me había dado otras, pero no esas). Entre el año 52 y el 55 o 56 no escribí nada más que cuentos pero en distintas circunstancias y en distintos lugares iba llenando páginas con instantáneas de recuerdos de cosas, invenciones a veces, todo muy calcado de mi experiencia cotidiana en la ciudad en Francia, en París concretamente.
[…]
Cuando estaba escribiendo Rayuela —al mismo tiempo que lo escribía y llevó varios años— seguía leyendo libros y periódicos y continuamente encontraba frases, referencias e incluso anuncios periodísticos que despertaban en mí un eco con referencia a lo que estaba escribiendo: había cosas que tenían cierta conexión y entonces las cortaba o las copiaba y las iba acumulando. Cuando terminé de escribir la novela propiamente dicha tenía una pila de elementos accesorios, citas literarias, fragmentos de poemas, anuncios periodísticos, noticias de policía: había de todo. En el momento de armar el libro, o sea de sentarme a la máquina para pasarlo en limpio después de haberlo revisado, me dije: «¿Qué hago ahora? ¿Cuál va a ser la estructura de este libro? Todos los elementos que se han ido acumulando cuentan para mí de alguna manera. Son parte del libro[22].
El proceso de escritura está atravesado de esta pluralidad de experiencias a las que alude Cortázar. Se trata de un vivir y un vivirse en una experiencia meditada, de contemplación de las cosas que nos pasan, pero con una sensibilidad particular, como precisa Kerr[23]. Los que han leído Rayuela saben de la importancia de esta vitalidad a la que nos está refiriendo, del tránsito continuo entre pensamientos, acciones, recortes de prensa, poemas, tonadas de jazz, encuentros y desencuentros entre Horacio y la Maga. Todo ello toma como punto de partida este fluir, este deambular por París, pero se traduce en algo que va más allá de la propia experiencia de Cortázar para ser, de hecho, el reflejo del juego eterno que es la literatura.
Volviendo a la idea del horizonte que habíamos dejado hace un rato, ¿dónde podríamos situar al texto, más allá de la propia experiencia del encuentro? ¿Dónde están los campos piamonteses, las tierras ausonias de las Geórgicas, o la París de Rayuela? ¿Cómo se han leído, se están leyendo y, a su vez, cómo se escribieron y se están escribiendo? Alfonso Reyes, en sus reflexiones sobre la crítica, apunta:
¿Estamos seguros del hombre? ¿Es el hombre un hombre o varios hombres? Dos por lo menos: uno que va, otro que viene. Casi siempre, dos que se acompañan. Mientras uno vive, otro lo contempla vivir. ¡Extraño engendro polar! El hombre es el hombre y el espejo. Y es que el hombre no camina solo[24].
Es esta la disposición que refleja continuamente la lectura y la escritura, que las hace complementarse y, al mismo tiempo, las hace inseparables y apuntaladoras del propio texto a un más allá, que, siguiendo al profesor Caldera, no se concibe como un en sí, sino como un todo significativo[25]. De tal forma, estas téchnai de la palabra no son solo deudoras de sí mismas, sino que ellas han reconfigurado, como nos sugería Blanchot, nuestros modos de aproximarnos a las cosas, incorporándonos al misterio entre lo visible y lo invisible. Por esta razón, De la lectura y del arte de escribir nos ofrece una mirada muy lúcida de todo lo que acontece en estos actos a los que, quizá por costumbre, hemos dejado de contemplar con asombro. En efecto, el gesto del profesor Caldera me parece que nos regresa a ese punto del thaumadzein, en el que redescubrimos lo que supone leer y escribir.
Hoy más que nunca considero que un libro como este debe ser leído en estos tiempos en los que estamos reflexionando tanto sobre la técnica y, en particular, con respecto a la téchne digital. Por ello, no podemos dejar de lado la pregunta por la lectura y la escritura, que son garantes de la conformación de relaciones con los mundos posibles de la digitalidad y, asimismo, son el puente crucial desde el que nos estamos comunicando con otros modos de la palabra a través de lo audiovisual, los videojuegos, las inteligencias artificiales y lenguajes de programación. Es fundamental, pues, volver, sabiamente como lo hace el profesor Caldera, a lo primordial, a ese punto exacto de la mímesis donde no hay diferencias materiales de formato o de discursos: todo es virtual. Se trata, pues, de recobrar, desde el asombro, el espacio en el que escuchamos el eco de Safo insistiéndonos en que “alguien se acordará de nosotras”. Al fondo, y al unísono del Ars poética de Cadenas, algo nos revela la gran responsabilidad que tenemos:
Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a ellas.
[1] Universidad Católica Andrés Bello.
ORCID: 0000-0003-1182-661X
[2] Safo de Lesbos, 59D. Traducción de Carlos García Gual en Antología de la poesía lírica griega (Madrid: Alianza, 2008).
[3] Cfr. Valeriano Bozal, Mimesis: las imágenes y las cosas (Madrid: Visor, 1987), 70.
[4] Cfr. Bozal, Mimesis: las imágenes y las cosas, 72; Giovanni Gutiérrez Canales, “Sobre el concepto de mímesis en la antigua Grecia”, Byzantion néa Hellás, no. 35 (2016): 97-106; Francisco Rodríguez Adrados, Fiesta, comedia y tragedia (Madrid: Alianza Editorial, 1984), 15 ss.; Francisco Rodríguez Adrados, Del teatro griego al teatro de hoy (Madrid: Alianza Editorial, 1999), 7 ss.
[5] Cesare Pavese, El oficio de vivir (Barcelona: Seix Barral, 2002), 4 de mayo.
[6] Rafael Caldera, De la lectura y del arte de escribir (Caracas: abediciones, 2025).
[7] Rafael Cadenas, “Lengua y literatura”, en En torno al lenguaje (Caracas: abediciones, 2024), p. 88.
[8] Martin Heidegger, “La pregunta por la técnica”, en Filosofía, ciencia y técnica (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997), 120.
[9] Cfr. Andy Clark, Natural-Born Cyborgs: Minds, Technologies, and the Future of Human Intelligence (Oxford: Oxford University Press, 2003), 5 ss.;
[10] Cfr. Michel Foucault, Dits et écrits, vol. iii, (París: Gallimard, 1994), 229 y ss
[11] Irene Vallejo, El infinito en un junco (Madrid: Siruela, 2019), 126.
[12] Vallejo, El infinito en un junco, 127-128.
[13] Cfr. Roland Barthes, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura (Buenos Aires: Paidós, 1994), 39-43.
[14] Maurice Blanchot, La ausencia del libro Nietzsche y la escritura fragmentaria (Buenos Aires: Ediciones Caldén, 1973), 25. Cursivas añadidas.
[15] Cfr. Victor Bravo, El nacimiento del lector y otros ensayos (Caracas: Equinoccio, 2008), 15 ss.
[16] Blanchot, La ausencia del libro, 28.
[17] Emilio Lledó, Los libros y la libertad (Madrid: RBA Libros, 2015).
[18] Platón, Fedro, 275 d.
[19] Caldera, De la lectura y del arte de escribir, 28.
[20] Cfr. Hans-Georg Gadamer, Verdad y Método I (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1999), 378; Hans-Georg Gadamer, Verdad y método II (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1998), 68.
[21] Cfr. Cesare Pavese, “Noticia sobre la vida y la obra de Cesare Pavese”, traducción y noticia sobre el autor Marcella Milano, en Diálogos con Leucó (Caracas: El perro y la rana, 2018), XXI-XXI.
[22] Julio Cortázar, Clases de literatura. Berkeley, 1980 (Buenos Aires: Alfaguara, 2013), 204 y 207.
[23] Cfr. Walter Kerr, El rechazo del placer (Barcelona: Sagitario, 1964), 82.
[24] Alfonso Reyes, “Aristarco o de la anatomía de la crítica”, en Obras completas de Alfonso Reyes, vol. XIV (México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1962), 105.
[25] Caldera, De la lectura y del arte de escribir, 33.